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“Al
llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De
repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que
llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas
como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron
todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según
el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que
allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo”. Hechos de los Apóstoles 2, 1-5
Celebramos hoy
la gran fiesta de Pentecostés, con la que se completa el Tiempo de Pascua,
cincuenta días después del domingo de Resurrección. Esta solemnidad nos hace
recordar y revivir la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los
demás discípulos, reunidos en oración con la Virgen María en el Cenáculo. Jesús,
después de resucitar y subir al cielo, envía a la Iglesia su Espíritu para que
cada cristiano pueda participar en su misma vida divina y se convierta en su
testigo en el mundo. El Espíritu Santo, irrumpiendo en la historia, derrota su
aridez, abre los corazones a la esperanza, estimula y favorece en nosotros la
maduración interior en la relación con Dios y con el prójimo.
Encontramos la
respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don del
Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una
capacidad nueva de comunicar. Lo que sucedió en Pentecostés, un viento
impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los
discípulos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un
fuego de amor, capaz de transformar. El miedo desapareció, el corazón sintió
una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza,
de modo que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y
resucitado. En Pentecostés, donde había división e indiferencia, nacieron
unidad y comprensión.
Queridos amigos,
debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos pedir
al Espíritu que nos ilumine y nos guíe a vencer la fascinación de seguir
nuestras verdades, y a acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia. El
relato de Pentecostés en el Evangelio de san Lucas nos dice que Jesús, antes de
subir al cielo, pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse
a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María
en el Cenáculo a la espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14). Reunida con María, como en su
nacimiento, la Iglesia también hoy reza: «Veni Sancte Spiritus!», «¡Ven
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego
de tu amor!». Amén.
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